Entre pinchazo y pinchazo el deporte emergente vuelve lentamente a la normalidad, siempre y cuando se entienda por ella que se puedan disputar partidos de algunas disciplinas. Quizás no sea suficiente para quienes están habituados a consumir todo lo que huela a competición, pero no deja de ser un logro si se tiene en cuenta lo mucho que ha habido que luchar para recortarle un poco de terreno al virus. A la espera de saber si de esta saldremos mejores, es un hecho que cuanto menos lo haremos con diferencias. Y basta ir a los campos o a los pabellones para comprobarlo.

Ser protagonista hoy en día no es tarea sencilla, bien lo saben aquellos que se calzan las zapatillas para defender un escudo. La naturalidad que acompaña a cualquier partido se ha visto cercenada en detrimento de rituales tan necesarios como incómodos en algunos casos. Es por ello que toca aplaudir ahora, más fuerte si cabe, a quienes meten goles y los salvan o a los que se dejan la piel para tocar esa bola que cualquiera daría por perdida.

También a quienes, tomando todas las precauciones posibles, dejan atrás el miedo a sentarse en una grada. Dialogar con el de al lado cuando está a dos metros de distancia supone un reto, como lo es intentar que los gritos de ánimo traspasen como si fuese invisible un trozo de tela o no hacer piña en la cafetería del club en el momento en el que el hambre aprieta.

Los campos huelen hoy menos a bocadillo de panceta, los apretones de manos entre rivales se quedan si acaso en choques de codos, la unión del vestuario está a prueba cuando toca cambiarse al aire libre y las carreras son más laboriosas con una mascarilla colgando de las orejas. Son sacrificios que no se ven y hay que contar, como tratamos de hacerlo en Live Vuvuzela.

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